Aquellos tiempos del futuro
Capítulo 13
El portugués
Ser un agente doble, no saber si quiera a qué bando realmente pertenecía, no era algo que hiciese reflexionar especialmente a Joao Andrade. Al fin y al cabo, había sido el mejor trabajo que había tenido desde que dejara Lisboa, muchos años atrás cuando el Cambio Climático transmutaba las ricas regiones del sur peninsular en páramos estériles. Poco quedaba habitable salvo el Norte. Desde que era pequeño, Joao siempre había sido muy obediente, hacía lo que se le mandaba. No había diferencia entre entregar una carta o asesinar a un agente de la policía. Al menos el sabía quién era, algo que la sociedad había perdido por completo, sumergidos en la Red, en una realidad que no era tal pero que con el tiempo pasó efectivamente a substituir a ese campo físico en donde se desarrolla la vida. Si no estabas en la Red, no existías. Joao no existía. Era uno de los pocos afortunados que podía disfrutar de la soledad de la incomunicación y de sus maldiciones, pero al menos eran suyas, no una sensación virtual, una dialéctica entre máquina y máquina.
Alguno pensará que Joao era un hombre sin ambiciones, abandonado al transcurrir de los días, quizá obligado a la dejadez y la decadencia por la búsqueda de la supervivencia, condenado a un final terrible por no pertenecer a ningún bando salvo al suyo. No andáis muy equivocados, años más tarde veríamos cómo la vida del portugués se apagaría lenta y dolorosamente en el catre de algún hospital francés. Pero en un mundo en el que la creación humana se limitaba a las tecnologías de la información, la seguridad, y la industria del turismo virtual, Joao era el único hombre en el país que todavía utilizaba papel y bolígrafo. Escribía. Para él, aquellas frases dibujadas en el papel eran lo único real a lo que podía aspirar. Reflejaba en el papel lo que le gustaría pensar (y que no pensaba) y lo que le hubiese gustado hacer (y no hacía), hasta el punto de borrar de su cabeza lo que había hecho cada día para substituirlo por su imaginación. Realmente Joao se había ahorcado hacía tiempo, en su casa de Lisboa.
Los acontecimientos se habían disparado en las últimas semanas. Como los galgos cuando suena la pistola, los hombres poderosos se habían encomendado a dar órdenes precisas a una velocidad que hacía difícil de asimilar el trabajo. Después del almuerzo espiar a algún rebelde; antes de comer enviar datos a CHD; por la tarde volver a espiar; por la noche, bajo la quietud de la humedad, el silencio de la ausencia y la oscuridad de las pantallas publicitarias apagadas, la muerte.
Esta vez le habían relegado de la cotidianeidad y del aburrimiento, de todas sus tareas más rutinarias, para dar captura a un individuo que había logrado escapar de la larga y ominosa red de las corporaciones. Por eso, ya tenía su admiración. Le habían proporcionado toda la información sobre la familia Tártaro y cualquier persona relacionada con ellos. Habían puesto a su disposición todos los medios, pero no los utilizaría. Siempre había resultado más fácil hacer su trabajo sin la tecnología. Si no la utilizabas, tampoco podían descubrirte a través de ella. Joao no existía, no tenía perfiles sociales, no tenía propiedades a su nombre ni dejaba huellas en dónde había estado. Recogió su revólver, su chaqueta de cuero y se echó a andar a la calle.
Los puestos de comida callejera humeaban vapores y olores que se mezclaban entre sí en una atmósfera que casi se podía untar como la mantequilla. Millones de personas se hacinaban debajo de los toldos, en los grandes centros comerciales, en los rascacielos de oficinas en un Santiago perpetuamente gris, a pesar de los colores asiáticos que inundaban las calles. Los chinos habían tomado las calles con sus comidas y sus voces. Echaba de menos el bacalao, una lástima.
Los acontecimientos se habían disparado en las últimas semanas. Como los galgos cuando suena la pistola, los hombres poderosos se habían encomendado a dar órdenes precisas a una velocidad que hacía difícil de asimilar el trabajo. Después del almuerzo espiar a algún rebelde; antes de comer enviar datos a CHD; por la tarde volver a espiar; por la noche, bajo la quietud de la humedad, el silencio de la ausencia y la oscuridad de las pantallas publicitarias apagadas, la muerte.
Esta vez le habían relegado de la cotidianeidad y del aburrimiento, de todas sus tareas más rutinarias, para dar captura a un individuo que había logrado escapar de la larga y ominosa red de las corporaciones. Por eso, ya tenía su admiración. Le habían proporcionado toda la información sobre la familia Tártaro y cualquier persona relacionada con ellos. Habían puesto a su disposición todos los medios, pero no los utilizaría. Siempre había resultado más fácil hacer su trabajo sin la tecnología. Si no la utilizabas, tampoco podían descubrirte a través de ella. Joao no existía, no tenía perfiles sociales, no tenía propiedades a su nombre ni dejaba huellas en dónde había estado. Recogió su revólver, su chaqueta de cuero y se echó a andar a la calle.
Los puestos de comida callejera humeaban vapores y olores que se mezclaban entre sí en una atmósfera que casi se podía untar como la mantequilla. Millones de personas se hacinaban debajo de los toldos, en los grandes centros comerciales, en los rascacielos de oficinas en un Santiago perpetuamente gris, a pesar de los colores asiáticos que inundaban las calles. Los chinos habían tomado las calles con sus comidas y sus voces. Echaba de menos el bacalao, una lástima.
Capítulo 1 - El Inspector - David Taboada
Capítulo 2 - El Peregrino de Santiago - Emilio Armada
Capítulo 3 - Asha - María Taboada
Capítulo 4 - El Enmascarado - Jóse Luis Modroño.
Capítulo 5 - El Inspector - David Taboada
Capítulo 6 - Áine - Emilio Armada
Capítulo 7 - La tarjeta del peregrino - María Taboada
Capítulo 8 - Andrés Tártaro - José Luis Modroño.
Capítulo 9- El Inspector - David Taboada
Capítulo 11 - Consecuencias - María Taboada
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