AQUELLOS TIEMPOS DEL FUTURO - CAPÍTULO 7 - LA TARJETA DEL PEREGRINO

Aquellos tiempos del futuro

Capítulo 7

La tarjeta del Peregrino

Antaño, barrer era una actividad extremadamente sencilla. Bien sujeto el largo mango de la escoba, la actividad se reducía a movimientos acompasados del cuerpo, provocando un trance casi hipnótico, que liberaba la mente para otros menesteres mientras el cuerpo danzaba pausadamente. A su vez, era una actividad metódica y que requería cierta maña, a fin de dejar las superficies a barrer limpias para poder ser ensuciadas nuevamente. Se trataba pues de una de esas actividades que requieren un carácter perfeccionista y a la vez tranquilo, no fuera a ser que el individuo se aburriese tras media hora barriendo. Por ello, los barrenderos en los antiguos tiempos eran personas calmadas y serenas, a las que nadie prestaba atención cuando pasaban a su lado, tal era el grado de invisibilidad de los mismos. Una profesión tranquila, en unos tiempos más tranquilos. 

Sin embargo, los años habían pasado, y se habían llevado consigo la mayor parte de las cualidades positivas de tan digna profesión. Hoy en día, ser barrendero ni siquiera implicaba el uso de una escoba. De hecho, ahora que lo pensaba cuidadosamente, no recordaba haber visto una escoba más que en viejas fotos. Las pesadas, incómodas y, sobretodo, ruidosas máquinas barrenderas habían sustituido a las viejas y convencionales escobas de mano. El afán economizador de las sucesivas generaciones de burócratas, había cambiado a las patrullas de barrenderos por grandes máquinas barrenderas, que a su paso limpiaban toda la calzada de una sola vez. Los lugares inaccesibles para aquellas eran limpiados por ruidosos robots limpiadores que salían de sus entrañas cual pequeñas arañas saliendo del nido. Nada de belleza quedaba ya en la profesión. Nada de aquella tranquilidad y sosiego. 


Lo que no había cambiado con el tiempo, era la invisibilidad de los pobres diablos que pilotaban aquellas máquinas. Invisibilidad que, bien utilizada, proporcionaba a ciertos sectores de la atrofiada sociedad picheleira moderna, la clandestinidad requerida por sus actividades. Camuflado en esta invisibilidad, Avelino conducía su máquina hacia el alto edificio del banco de la república, que limpiaba de tiempo en tiempo. Sus viejas y callosas manos, de apariencia frágil y quebradiza, manejaban con soltura el volante del mastodóntico aparato, mientras con sus pequeños ojos circundados de profundas arrugas escrutaba por encima del mismo todo lo que ocurría a su alrededor. 


Al girar la esquina, vislumbró en la próxima intersección el alto edificio de fachada de mármol, con sus gárgolas de oro macizo. Como siempre ocurría, al llegar a la puerta del banco, seis guardias de seguridad salieron a su paso, registrándole minuciosamente de los pies a la cabeza, no fuera a ser que alguien de su calaña entrara con una bomba o cualquier otro artefacto incendiario. Afortunadamente, lo que aquellos seis obtusos gorilas buscaban eran explosivos o armas, y no pequeños dispositivos de camuflaje, como el diminuto emisor holográfico que llevaba debajo de la lengua. 


Una vez traspasada la entrada, se dirigió hasta el baño más cercano, se aseguró de que nadie se percataba de su presencia, y se coló en el escusado de señoras. Quince minutos más tarde, Asha salía con su alto moño rubio y su traje de ejecutiva. Era muy importante que hoy no hubiera registro oficial de su entrada en el edificio, y parecía que lo había conseguido. Sin embargo, la persona que tenía que descifrar la tarjeta que le había dado el Peregrino en el Destemplado sólo hablaría con ella. 


Subió hasta la tercera planta por las escaleras, para no ser vista, evitando todas las cámaras de seguridad, y se escabulló en el despacho más cercano a la puerta de las escaleras. Se acercó sigilosamente al hombre que allí se encontraba y susurró en su oído, en un tono que casi ni ella pudo oír: 


Iacobum peregrinatio 

Manuel, que en ese momento estaba viendo porno antiguo en la pantalla holográfica se sobresaltó y se giró con expresión de pocos amigos, que se tornó en visible alegría cuando vio quién se hallaba tras él. 


– La Santa Compaña te protege – respondió mientras mostraba un diminuto tatuaje de la cruz de Santiago en el interior de su boca. 


Cruz Santiago tropa friki
Autor : Emilio Armada

Como siempre que se encontraba con él, Asha pasó los siguientes cinco minutos fingiendo el más absoluto amor y adoración, mientras él hackeaba afanosamente la tarjeta. Tenía que asegurarse de eliminar cualquier programa de rastreo incrustado en los datos, que pudiera comprometer la localización de los Pelegrinos, y borrar todo rastro de geolocalización que pudiera relacionarles a él o a Asha con la tarjeta. Afortunadamente, por ahora él se había conformado con leves coqueteos y flirteos, aunque ella sabía que, eventualmente, la cosa llegaría a más, y que en ese momento no le quedaría más remedio que ceder ante sus deseos. Abandonó esos lúgubres pensamientos, y se centró en alabar a Manuel mientras él acababa el trabajo. 


Un cuarto de hora después, Avelino salía renqueando del edificio con la tarjeta en el bolsillo, y se dirigía a su barrendera. La miró con pesar y recordó aquella foto de su madre de bebé con una escoba que la triplicaba en altura en una mano y un recogedor en la otra. No pudo evitar pensar en cómo debía ser barrer una calle con aquel artilugio, la paz y el sosiego que debía transmitir balancearla acompasadamente cual prima ballerina. Una profesión tranquila, en unos tiempos más tranquilos.


Continuará...


Capítulo 3 - Asha - María Taboada
Capítulo 4 - El Enmascarado - Jóse Luis Modroño.
Capítulo 6 - Áine - Emilio Armada
Capítulo 7 - La tarjeta del peregrino - María Taboada


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