AQUELLOS TIEMPOS DEL FUTURO - CAPÍTULO 2

Aquellos tiempos del futuro

Capítulo 2

El Peregrino de Santiago


Santiago de Compostela siempre fue una ciudad mística, llena de magia y de secretos. Al menos hasta que las mega-corporaciones la invadieron como salvajes bárbaros, arrasando con prácticamente todo lo que fuera distinto, ni vendible ni comprable, con algo de alma. Ahora solo quedaban la catedral y cierta persona.

Fuera de los muros de la ciudad de Santiago, en el anillo de la pobreza y la desolación de los suburbios, tenía su humilde morada alguien a quien sus conocidos llamaban simplemente el Peregrino. Era un personaje singular, siempre cubierto por una túnica con capucha marrón que no dejaba ver su rostro, unas botas altas, una mochila a la espalda y un gran bastón con aspecto de madera. Y si él parecía una persona sencilla, más sencilla era su choza: cuatro paredes de ladrillos mal cementados con un techo de chapa y una puerta que en su día había sido una mesa de plástico. No necesitaba una buena puerta, eso estaba claro, ya que dentro no había nada más que un colchón en el suelo y restos de basura, por lo que las ratas solían hacer la labor de perro guardián de la casa.

La gente de los suburbios estaba dividida en torno a esta figura. Había quienes lo adoraban y acudían a por sus servicios, y quienes huían aterrados ante las leyendas y rumores que se contaban de él. La gente del opulento centro lo tenía más claro, pues simplemente le detestaban y despreciaban, llamando a las fuerzas del orden si lo veían alguna vez pulular cerca de sus casas o rondando la catedral. Nadie tenía una postura de indiferencia hacia el Peregrino. Entre las leyendas y rumores en torno a su figura, estaba la más ridícula de todas: que era inmortal, pues había quien contaba que ya sus abuelos le hablaban de éste personaje, pero además habían otros, unos pocos, que juraban una y otra vez haberlo visto caer del muro que separaba a ricos de pobres tras ser acribillado a balazos, para aparecer un par de días después como si nada.

También había un dicho que decía que “sin Santiago no hay Peregrino, ni sin Peregrino hay Santiago”, haciendo referencia al trabajo fundamental que realizaba. Su labor era ardua y extensa, tanto que parecía imposible que todo ello lo hiciera una única persona. Vigilaba los suburbios, era muchas veces un ángel vengativo que castigaba a quienes se propasaban y delinquían en las zonas donde a la ley le daba igual lo que ocurriera, pero nunca dejaba rastros incriminatorios. Era un ángel vigilante. Conseguía cualquier información que se le pidiera a cambio siempre de algo, ya fuera un simple favor, otra información o algún objeto. Alguna vez, si consideraba que quién se lo pedía era digno de ello o estaba muy necesitado, se la daba gratis. Y también era un ángel de la guarda, pues pese a que jamás nadie era capaz de encontrarle, ni siquiera sorprenderle en su casa, el Peregrino aparecía cuándo alguien le buscaba o le necesitaba.

La noche estaba a punto de caer. La lluvia tocaba su melodía atemporal, un concierto de suave percusión acompañado del espectáculo anaranjado del reflejo de las luces en las gotas de agua y en los vapores de la contaminación. De los instrumentos de viento se encargaban los bocinazos de los vehículos, en una ciudad donde la hora punta era cualquier hora, pues la bestia del consumismo jamás dormía ni descansaba. La cuerda solo podía oírse en los túneles del metro, donde algún que otro incauto se atrevía a desafiar a la tendencia y la moda de oír música solamente a través de equipos electrónicos de súper altísima calidad, tocándola en una guitarra en vivo y en directo. El maestro de la orquesta era el Peregrino.

Caminaba por el centro con paso rápido, dando zancadas discretas para no llamar la atención, utilizando toda su magia y saber para pasar desapercibido entre las gentes y las autoridades, controlando la situación. Su magia, tan simple como eficaz, había consistido en un cambio de ropas en un callejón tras cegar la cámara de vigilancia del mismo. Ahora ataviado como cualquier hombre de negocios, fingía utilizar su ordenador portátil de muñequera para no perder horas de trabajo en su desplazamiento, cuando lo que estaba haciendo realmente era hackear una base de datos de una torre cercana a la Plaza de las Tiendas Unidas, por lo que tenía que permanecer todo el rato con el objetivo dentro del radio de alcance de su aparato. Era información sobre un nuevo producto de mercado que pensaba vender a cierto empresario para conseguir que le debiera un favor. A veces había que pactar con el Diablo, pero ese favor le abriría una puerta. Una puerta que podría cambiarlo todo.

Tras cinco minutos que parecían que habían durado una eternidad, quitó la tarjeta de memoria del aparato, se la guardó en el bolsillo, tiró el ordenador para que no pudieran rastrearlo y se dirigió hacia la muralla por las calles abarrotadas. De pronto, cuando no le quedaban ya más que doscientos metros para llegar a su destino, se percató de que cuatro hombres lo seguían de cerca. Se fustigó a sí mismo: “Mierda, he debido tardar un poco más o han mejorado sus sistemas. Tengo que perderlos de vista antes de llegar al refugio. Nada importa más que la tarjeta. Nada. Tengo que despistarlos o deshacerme de ellos. Malditos guardas corporativos, con la policía suele ser más fácil, pero éstos gorilas hacen lo que sea…”. Echó a correr entre la gente, empujando y derribando a algunos viandantes, intentando que fueran un obstáculo para sus perseguidores. Un sudor frío premonitorio le corría por la espalda. Por el rabillo del ojo vio que tan sólo había tropezado uno, perdiendo así el ritmo de los otros y quedando rezagado. “Quedan tres, como si hubiera alguna diferencia”. Al llegar cerca de un bar que conocía bien, el Destemplado, entró a toda prisa. Sus luces de neón lo recibieron en la entrada, mientras que dentro quienes le dieron la bienvenida fueron el humo y un grupo de prostitutas atraídas por el traje y aspecto acaudalado del disfrazado Peregrino.

 – Iacobum peregrinatio – susurró al oído de una de las mujeres mientras se sacaba de dentro de la camisa un colgante de hojalata con forma de concha de vieira.
  La Santa Compaña te protege – le contestó ésta descubriendo al apartar el pelo un tatuaje de la cruz de Santiago en su nuca.

Entonces el Peregrino le entregó la tarjeta, siguió corriendo hacia el fondo del local, recibió varios insultos y amenazas de un grupo de borrachos cuando chocó con ellos derramando sus cervezas, llegó a la puerta trasera y se escabulló sin perder ni un segundo.

Por fin, al pie de la muralla, apartó una plancha de acero que ocultaba su pequeño alijo. Creyendo perdidos a los seguratas en el bar gracias a la ayuda de los cómplices que allí tenía, se cambió rápido el traje por la capa, se cubrió el rostro con la capucha y empuñó su bastón. Al darse la vuelta para dirigirse a uno de los pasos secretos que utilizaba para cruzar entre los dos mundos de la ciudad, se encontró de frente con los tres matones, acalorados y ansiosos, que miraban para todos lados buscando al pirata informático bien vestido. El Peregrino se dispuso a marcharse por el otro lado, cuando uno de ellos tiró abajo la teoría de que las compañías solo contrataban músculo sin cerebro. No había nadie más que ellos y el Peregrino, ni rastro del hombre bien vestido, pero la persona que tenían delante era de la misma estatura, parecía tener mucha prisa y no había nadie más. Entonces reparó en que salvo la túnica con capucha y que no llevaba el traje, los pantalones y el calzado eran los mismos, por lo que desenfundó corriendo su pistola y, sin mediar palabra, disparó.

El Peregrino fue más rápido y se tiró tras una esquina, esquivando por poco la bala. Activó el resorte del bastón, dejando al descubierto una hoja de metal de dos palmos de largo y esperó agachado con el cuerpo contra la pared a que llegaran los tres a por él. En cuanto apareció el primero le hundió la hoja en el cuello, matándolo casi en el acto. El segundo disparó, pero falló al estar su blanco de cuclillas, por lo que recibió otra puñalada mortal, ésta en el estómago. El tercero se encontró con dos cuerpos, lo que le dio tiempo al Peregrino de escabullirse por otra callejuela. Cuándo por fin le alcanzó su perseguidor se encontraron cara a cara en un callejón sin salida. Uno lanzó el bastón y el otro apretó el gatillo. Ambos fueron alcanzados, heridos y muertos.

Era el final de una leyenda, de una época, de uno de los dos últimos vestigios de la magia de la ciudad. Con el Peregrino morían las esperanzas de muchos. Los planes de otros. Pero al menos los datos estaban a salvo y alguien podría seguir el plan. Moría sabiéndolo, por lo que moría en paz. Una sonrisa torcida cruzó su cara mientras la vida se le escapaba por el agujero de bala del abdomen. Lo último que vio fue a una figura que se acercaba a él despacio y con cuidado, observando todo. Sus últimas palabras: “Está hecho… Destemplado…”. Y, entonces, por fin murió.


Ésta figura era una singular, cubierta por una túnica con capucha marrón que no dejaba ver su rostro, unas botas altas, una mochila a la espalda y un gran bastón con aspecto de madera. Recogió la túnica del muerto y la guardó en su mochila. Luego recogió el bastón, cargó con el cuerpo del otro Peregrino y, antes de que llegara la policía, se marchó.

Continuará.

Capítulo 8 - Andrés Tártaro - José Luis Modroño.
Capítulo 9- El Inspector - David Taboada
Capítulo 11 - Consecuencias - María Taboada
Capítulo 12 - El Ojo Blanco - José Luis Modroño.
Capítulo 13 - El portugués - David Taboada


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