Aquellos tiempos del futuro
Capítulo 14
La Muerte danzante o el terrible caso de Morrigan y
Áine
Todo estaba roto. Ella estaba rota. Todo había dado la
vuelta vertiginosamente, como en una montaña rusa. Lo blanco era negro y al
revés. Lo que había dado vida y llenado a una niña que no tenía nada era una
mentira. Áine sentía dolor real. Tenía la cabeza a punto de estallar. Pocas
cosas duelen tanto como cuando descubres que tu vida no es más que una mentira,
tu credo falso, que perteneces a una causa muerta, falsa. Un desengaño de
semejante magnitud podría volverla loca, pero ella se aferró a lo poco verdadero
que le quedaba. El amor hacia Asha, el odio hacia las corporaciones. La sed de
venganza. Todos sus traumas emergieron de su mente, de golpe, como si un rayo
del mitológico dios nórdico Thor fulminara la arena. E igual que el rayo
transmutaría la arena en cristal, los traumas y el dolor se convirtieron una
vez más en determinación. Siempre había sido una luchadora, era hora de ponerse
a ello.
La ciudad le pareció mucho más fría que antes. No era solo
su estado de ánimos, había algo en el ambiente. Parecía que algunas personas,
sobre todo las de clase más bien alta, de esas que van con implantes y
tonterías mecánicas por todo el cuerpo, empezaban a comportarse de manera
extraña. Podía tener que ver con parte de los datos cifrados que leyó. Ella
hizo caso omiso por el momento, ahora mismo solo tenía un pensamiento en mente.
Debía llegar a la base lo antes posible. Pese a la advertencia de Xalo y a lo
que había leído en el informe, o más bien precisamente a causa de ello, tenía
que llegar y rápido. Jamás habría pensado que más de la mitad de la
organización de los Peregrinos tenían una agenda oculta que el resto ni
sospechaba. Ni siquiera Xalo lo supo hasta que ella le mandó los datos que lo
confirmaban todo: financiación a los grupos terroristas, tratos y trabajos para
corporaciones, pagos a las bandas de la Zona Muerta por diversos trabajillos de
muy dudosa legalidad. Entre todo había un par de cosas que la asustaban más que
el resto. La primera algo sobre un nuevo software que controlaría a la gente
con implantes, algo terrible que no sabía si estaba comenzando o era producto
de su incipiente estado psicótico. La segunda sobre un gran atentado que
llenaría el centro con los residuos de la Zona Muerta, mediante varias
explosiones controladas, que canalizarían toda esa mierda radiactiva al centro,
matando a millones de personas debido a las inundaciones y los efectos de la
radioactividad.
Una vez dentro de la chabola maltrecha que hacía de tapadera
a una de las entradas a la base, se cubrió con la manta negra del catre, a modo
de Peregrina de negro. Comprobó que estuvieran en el arnés listos sus cinco
cuchillos de lanzar, antes de un gris metálico frío, ahora de un rojo mate. No
lloraba, sus ojos azules como el hielo, estaban más gélidos que nunca y apenas
pestañeaba. Estaba ida del todo, la adrenalina llevaba demasiado tiempo
corriendo por su cuerpo. Ya no era una persona racional. Sólo quedaba Áine, la
máquina de reflejos de defensa y ataque que habían creado. El perro rabioso al
que azuzaron y azuzaron, dándole de palos mientras estaba atado y no podía
defenderse. Pero la cadena se había roto. Y la venganza encarnada entró de
golpe en la guarida de las ratas.
Las frías paredes de piedra iban a juego con sus cuchillos.
Las luces de los túneles del complejo se apagaban y encendían todo el tiempo de
manera casi epiléptica. Había sangre por todas partes, por no hablar de las
vísceras y cuerpos desperdigados por los suelos, empalados en las paredes o
mutilados y desperdigados. Todos rostros conocidos, salvo los que estaban
irreconocibles. Algunos leales a la causa sobre la que se había fundado el
grupo, otros a la causa sobre la que había caído la corrupción. Áine avanzaba
en línea recta, sin importarle qué pisaba, mientras su nueva “capa” rozaba
contra paredes, suelo y restos. En un destello vio un par de bastones y los
cogió. Tras extender las cuchillas rompió por la mitad la madera de cada uno de
ellos para hacerlos más manejables. Hizo su camino hasta la sala de mando de
los Hijos de Breogán, sin encontrar a nadie vivo por el camino.
Una vez en la sala, todo había desaparecido: la mesa
central, el puesto de los Trasnos… todo salvo los cuerpos. Tres de los cuatro
dirigentes de la organización estaban muertos y decapitados en el suelo. Se
acercó a Xalo y, mientras lo ponía junto a los demás tumbados en una posición
lo más digna posible, colocándoles la cabeza y cerrándoles los ojos, murmuró:
-Os vengaré a todos. Mi maestro y quiénes lo siguen no
tendrán descanso ni perdón. Morirán todos. Y yo lo consideraba lo más parecido
a un padre… me engañó. Me utilizó como siempre me han utilizado. Os vengaré.
Tras lo que siguió un grito de pura rabia. Luego, con la
mente por fin más fría pensó: “Sé dónde
estáis, ratas. El cuarto de abajo, la zona por si alguna vez nos encontraban.
No será fácil, pero nada que merece la pena lo es”.
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Pasados quince minutos por fin llegó al final del túnel
oculto. Tras otros cinco había pirateado el sistema de cierre de la puerta y
cruzó el umbral. Le habían enseñado demasiado bien, pero ella quería sangre. Si
moría, moriría llevándose varios consigo. Era el Ángel de la Muerte, la Diosa
de la Sangre encarnada. Era una digna hija de Morrigan, con la capa negra
siguiéndola cual bandada de cuervos seguiría a la diosa celta. Lanzó uno de sus
cuchillos contra el primer Peregrino que vio, que acudía a ver qué había pasado
con la puerta.
-Uno menos – sonrió Áine mientras continuaba avanzando sin
parar, lanzando otros dos cuchillos más a los acompañantes del primero en caer
-. Se acabó la sorpresa. ¡Venid cabrones! ¡Venid a que os mate a todos!
La alarma comenzó a sonar en lo que a ella le parecía un
cántico de guerra, el ritmo de unos tambores de batalla. Bañada en la luz roja
e intermitente de las luces del sistema de seguridad continuó hacia delante,
lanzando otro de sus cuchillos y guardándose el quinto y último. Entonces
empuñó los dos bastones con cuchilla recortados y empezó su baile. Un vals
rápido de colores y giros, con el rojo como predominante y muchos compañeros
con los que bailar. La estrechez del pasillo hizo que tuviera que bailar con
cuidado, eligiendo en cada momento la pareja ideal, pero éstos se cansaban
rápido y caían exhaustos. Nadie podía bailar como ella. Seguirle el ritmo. Así
que pasaba al siguiente y luego al siguiente a ese. Y así sin parar. A veces
hasta se atrevía con dos o tres a la vez. Era una chica, ya casi una mujer
hecha y derecha, exigente, qué le iba a hacer. Era la reina del baile, todos
querían tocarla pero ninguno podía, salvo quizás algún que otro roce. Pero ella
era una dama, y no se dejaba siquiera rozar sin su consentimiento, por lo que
respondía de manera feroz, pero sin perder el ritmo de la música. El ritmo de
la alarma. El ritmo de la sangre en sus oídos, su corazón frío pero fuerte en
su pecho. El ritmo de los cuerpos al caer. Había nacido para ésta danza, ahora
lo tenía claro. Y el sabor herrumbroso de la sangre en la boca no hizo sino
darle más brío, más fluidez a sus movimientos. ¿Era su sangre, era de sus
pretendientes de baile, una mezcla? Daba igual, se sentía bien y no quería que
la noche acabara. Era su momento, jamás había llamado la atención de tanta
gente. Pero al final, como todo en este mundo, la fiesta terminó.
En medio de la sala de seguridad, entre un montón de cuerpos
caídos, se dejó caer al suelo llorando, gritando, pataleando entre ellos. Un
fuerte dolor en el pecho, una opresión terrible en los pulmones como si una
mano gigante la apretara y no la dejara respirar, la estaba matando. Así como
un hormigueo doloroso por el shock nervioso y el ataque psicótico tan terrible
que acababa de sufrir. Por fin se daba cuenta de a cuántos había matado. Por lo
menos una veintena, no muchos más gracias a que muchos ya habían muerto antes,
cuándo se rebelaron contra Xalo y los demás. Los había cogido desprevenidos. No
contaron con que ella hubiera sobrevivido a la trampa en el edificio Boqueixón.
Se creyeron invulnerables, pero nadie escapa a la Muerte personificada.
Tras pasarse horas tirada en el charco de sangre más grande
que había visto en su vida, al pasársele los temblores y recuperar la cabeza
del todo, asumiendo lo que había hecho de la manera fría en que le habían
enseñado a hacerlo, salió de la sala segura, se dirigió a las duchas y se
limpió de sangre y vísceras hasta que estuvo totalmente limpia. Entonces se
fijó en un espejo en el número de cortes y golpes que se había llevado y, como
quitándole importancia, suspiró:
-Tenías que ver cómo quedó el otro.
Pero pese a la media sonrisa que dejó salir, sabía que nada
estaba bien. Su organización aniquilada entre sí en tan sólo un día. Rematados
los traidores por su mano. Todos menos uno: su maestro no estaba por ningún
lado. Tenía miedo ahora que sabía hasta dónde llegaba el adoctrinamiento y el
instinto asesino que le habían inculcado. El lavado de cerebro al que la habían
sometido. Dudaba de poder volver a mirar a Asha a los ojos, y menos aún de
merecer rozar sus labios. O los de nadie nunca jamás. Sabía que, pese a lo
irónico que pudiera ser, era ese mismo adoctrinamiento el que la había hecho
actuar así, el que ahora la mantenía lejos de la locura total, de la ansiedad y
la desesperación. Pero también tenía miedo a esa parte de sí misma, de no ser
capaz de controlarla en el futuro.
Con un cuchillo se grabó en el hombro la Cruz de Santiago.
Se vistió con sus shorts y top negros con los detalles rojos, a los que había
conseguido quitar la sangre gracias a un producto magnífico, que vendía una corporación
sanitaria. Lo conseguían mediante un contacto dentro y servía precisamente para
ocultar eso, la sangre en ciertas escenas o en la ropa. Lo mismo hizo con su
nueva capa negra, ahora llena de desgarrones, cortes y rozaduras. Sus cuchillos
de lanzar volvían a estar en su sitio en su espalda, y ya no necesitaba los dos
bastones con cuchilla, por lo que los lanzó a un lado, rebotando por el
vestuario común, haciendo un eco lúgubre y sombrío.
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Ahora recorría las calles de la zona pobre, con su capa
cubriéndole la cabeza, ensombreciendo su rostro y aleteando tras de sí,
mientras encendía su comunicador de muñeca. Primero le mandó un mensaje de
audio a Asha a través de un canal seguro que tenían entre ambas:
-“Asha, si apareciera
algún Peregrino que no sea yo, aléjate de él. Es complicado, hubo un cisma y
mataron a todos… y yo… yo… hice lo que tenía que hacer. Iacobum Peregrinatio.
Lo siento… entiendo si no quieres volver a verme, de todas formas ya no
pertenezco a nada ni a nadie. Solo soy yo, Áine… o la mismísima Morrigan, ya no
sé ni quien soy. No sé ni lo que digo. Olvídalo. Pero si alguna vez me
necesitas, llámame, esta línea siempre estará abierta… yo… no sé cómo decirlo,
pero tampoco es el momento… adiós, o hasta pronto, o lo que quieras que sea…”
Lo siguiente fue una llamada para el inspector Varela,
también por un canal seguro, pero al no conseguir comunicar con él le dejó otro
mensaje:
-“Soy quien te mandó
los documentos. Puedes llamarme Morrigan, o Áine, o como gustes, eso no es lo
importante. Lo importante es que pertenecía a los Peregrinos y tengo mucha
información, no sólo de ellos, sino en general, ya sabes cómo trabajamos. Si
alguna vez requieres algo, lo que sea, hasta mis servicios, debes saber que voy
por libre y que lo único que pido a cambio es inmunidad. Solo tienes que
llamarme a esta línea segura”.
Y el último mensaje, viendo que nadie respondía a sus
llamadas, pasó directamente a dejar el mensaje de audio por el canal seguro:
-“Hola enmascarado,
soy yo, la Peregrina. Llámame Áine, es mi nombre. Ya no estoy con los
Peregrinos. Sé que compartimos ciertas cosas, sobre todo contra el sistema y
las corporaciones. Si me necesitas para cualquier cosa, llámame, allí estaré. A
cambio te pido tan sólo una cosa. Hay una persona… una persona cruel que
trabaja con las corporaciones, que anda metido en un lío con éstas para
utilizar los implantes como control de personas. Se llama Ezequiel Vilalobos.
Lo que te pido es que, si alguna vez lo encuentras, me avises. Yo y sólo yo
puedo acabar con su vida, eso que quede claro, es mi condición. Él era mi
antiguo maestro. Si accedes a eso, y a ayudarme a encontrarlo y tirar abajo alguna
que otra corporación, llámame sin dudar e iré a ayudarte en lo que quieras.”
La corrupción llega a todas partes, es cierto. Pero siempre
hay alguien que la promueve y alguien que la acepta. Quienes la aceptaron
estaban muertos. Ahora le tocaba el turno a los otros: las corporaciones. No
sólo hacían daño a la gente, habían acabado con lo que ella consideraba su
familia. Les tocaba pagar. Y la Muerte siempre se cobra su tributo.
Capítulo 1 - El Inspector - David Taboada
Capítulo 2 - El Peregrino de Santiago - Emilio Armada
Capítulo 3 - Asha - María Taboada
Capítulo 4 - El Enmascarado - Jóse Luis Modroño
Capítulo 5 - El Inspector - David Taboada
Capítulo 6 - Áine - Emilio Armada
Capítulo 7 - La tarjeta del peregrino - María Taboada
Capítulo 8 - Andrés Tártaro - José Luis Modroño
Capítulo 9- El Inspector - David Taboada
Capítulo 11 - Consecuencias - María Taboada
Capítulo 12 - El Ojo Blanco - José Luis Modroño
Capítulo 13 - El portugués - David Taboada
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